En una mesa noté
numerosos envases de dulces llenos de semillas, cada uno con un cartel que aclaraba
de qué vegetal provenían. En otra, se ofrecían plantas que la gente no paraba
de llevar. Miré con más detenimiento el lugar en el que me encontraba: dentro
de un grupo, un joven de pantalones coloridos y rastas hacia malabares con pelotas
de colores; a su lado, muchas voces se hacía escuchar al ritmo de guitarras y
otro tipo de instrumentos caseros que no supe reconocer pero que inmediatamente
relacioné con el sonido de la lluvia. Había varias personas recostadas en el
largo y verde pasto, unas encima de otras. Daba placer estar ahí, me gustaba
como se comunicaban entre ellos a través del contacto. La
alegría y la tranquilidad del entorno eran sumamente contagiosas.
El patio
delantero de la Facultad de Ciencias Naturales fue el espacio en donde se llevó
a cabo el intercambio no sólo de semillas, sino también de saberes e ideas
sobre diferentes formas de vivir sustentablemente. Es trabajado con esfuerzo y
cuidado día a día, en su mayoría, por estudiantes de agronomía y ecología (el compromiso
es comunitario). Aunque había numerosos carteles con instrucciones sobre los
mecanismos de cultivo que ahí se aplicaban, uno de ellos se ofreció a guiarme
de todas maneras. Era un ser pequeño de sonrisa grande y voz suave, tenía la
cara pintada y me comentó que era para diferenciarse del resto “los que tenemos
la cara así podemos explicarles cómo funciona todo”. Luego de darme un cálido
abrazo me expuso con paciencia el propósito de todo lo que fueron construyendo
en estos últimos tiempos.
Me mostró una biblioteca chica al aire libre que
estaba en medio del patio, la cual tiene libros informativos sobre diversas
formas de cultivos. Además de informes realizados por ellos datando los trabajos
que realizan en la tierra. En aquel
momento me recorrió por el cuerpo un olorcito a comida que venía del patio
central y le pregunté a mi acompañante de qué se trataba. Me contó que ahí se
llevan a cabo ollas comunitarias con comidas sanas y vegetarianas para
cualquiera que quiera sentarse en la ronda y compartir charlas además de un plato
de comida. Quise sentarme con ellos y probar el guiso de arroz y verduras que estaban
preparando. Esperé a que terminara de contarme sus actividades para hacerlo, estaba
riquísimo.
Llegamos a un
área exclusiva para realizar “compost” que sirve para reciclar la tierra y
generar la nueva. El contenido estaba dentro de un soporte de madera que ellos construyeron.
Se subió en el mismo y con sus manos removía el menjunje y me enseñaba lo que
había ahí dentro. Mientras me comentaba: “nos ayuda el bufet de la facu, tiramos todo orgánico; saquitos de té, yerba, pasto,
cáscaras de frutas, cenizas también (que sirven para cambiar el ph del suelo,
para que no sea tan ácido). Tiramos acá todo
lo que es orgánico y biodegradable” aclaró. En otra parte hay dos “camas” que son
huertas no muy grandes. En una había habas, cilantro y acelga y en otra papas.
Noté en su cara un aire de orgullo mientras me las enseñaba.
Me resultó interesante la huerta circular que permite cultivar en base a las
diferentes estaciones lunares. Se pretende crear más huertos de ese estilo para
que se pueda cosechar en distintas estaciones del año. Además, noté plantas
aromáticas, mentas, perejil, entre otras.
Luego del recorrido otros dos muchachos se acercaron a
hablarme sobre la permacultura: qué era para ellos, cómo aquel espacio les
permitía aplicarla en muchos aspectos y
la importancia que tiene el contacto con la tierra y con el resto de las
personas. Me contaron que buscan concientizar sobre la importancia de
autoabastecerse y de cómo entre todos podemos lograr la verdadera armonía con
nuestro entorno.
El evento resultó exitoso, muchas personas interesadas
concurrieron y pudieron aprovechar no sólo para llevarse semillas y plantas
listas para cuidar y cultivar, sino también para participar de un agradable
momento en el que estoy segura, todos disfrutamos.
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